Soy el
nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Soy el
hombre que quiere ser aguada
para beber
tus lluvias
con la piel
de su pecho.
Soy el
nadador, Señor, bota sin pierna bajo el cielo
para tus
lluvias mansas,
para tus
fuertes lluvias,
para todas
tus aguas.
Las aguas
como lonjas de una piel infinita,
las aguas
libres y las de los lagos,
que no son
más que cielos arrastrados
por tus
caídos ángeles.
Soy el
nadador, Señor, soy el hombre que nada.
Tuyo es mi
cuerpo, que hasta en las más bajas
aguas de
los arroyos
se sostiene
vibrante,
como en
medio del aire.
Mi cuerpo
que se hunde
en
transparentes ríos
y va
soltando en ellos
su aliento,
lentamente,
dándoselo a
aspirar
a la
corriente.
Soy el
nadador, Señor, soy el hombre que nada
hasta las
lluvias
de su
infancia,
que a las
tardes crecían
entre sus
piernas salpicadas
como alto y
limpio pajonal que aislaba
las casonas
y desde sus
paredes
celestes se
ensanchaba.
Soy el
nadador, Señor, soy el hombre que nada
por la
memoria de las aguas
hasta donde
su pecho
recuerda
las pisadas,
como marcas
de luz, de tus sandalias.
Y recuerda
los días cuando el cielo
rodaba
hasta los ríos como un viento
y hacía al
agua tan azul que el hombre
entraba en
ella y respiraba.
Soy el
hombre que nada hasta los cielos
con sus
largas miradas.
Soy el
nadador, Señor, sólo el hombre que nada.
Gracias doy
a tus aguas porque en ellas
mis brazos
todavía
tienen
ruido de alas.