El dolor sólido


La sustancia indisoluble
de la corriente avinagrada,
esa vida que no termina de estallar
ahogada en silencios,
el extraño color del dolor sólido
que no vibra.

Otoño lluvioso


Las cosas simples. Una mano que gira una llave. Un colectivo que dobla en una esquina. Una lamparita que explota en un cuarto. Alguien que se queda dormido. Otro que despierta. Llueve.
Entre ellas, nosotros mezclados, con acciones cotidianas. Contemplaciones al tiempo. Detenciones.
En la casa vacía quedan los gatos. Queda un reloj con las agujas trenzadas, como dos cadenas que de tanto enredarse se rompen. Efecto paradojal de los laberintos y las prisiones de uno. Efecto de la tensión. Hogar poblado.
Volvemos hirsutos, con harapos y rostros chorreando sangre, mascullando aire por no hablar sin traicionarse. Arrastramos con nosotros, el río que deja el guijarro en la cascada y se vuelve agua estancada. De la bifurcación al rincón. Silencio. Espejo empañado. Resonancia de sí-otro, piel de serpiente, muda del personaje vibrátil, y la frágil superficie que se desliza en la montaña nevada lo cubre todo.