Entran a la entropía del fruto
cayendo del árbol. Recolectores de los signos estropeados del sistema, ahí
vienen hambrientos, recorriendo la meseta árida de la civilización. Muerden,
buscan el veneno de su ser. La cáscara está blanda y la piel tiene la
sensibilidad de un anciano oriental. Los gusanos atraviesan el bardo sin ser
vistos por la oscuridad. Ríen. Lloran. Se encuentran abajo del árbol que alguna
vez supieron regar, para luego cortar, y hacer un fuego en una noche oscura, en
el principio de los principios, eterna. Ahora que están a la sombra y la pampa
entera llena de cercos, con tres acordes se entretienen mientras escupen la
semilla. No tienen nombres. Prefieren ser llamados por su nombre impropio.
Viento. Constelaciones. Sustancia filosa de una fragilidad consciente. Miran al
cielo pero no buscan Dioses. Las nubes componen y descomponen figuras con cada
sorbo de realidad. Están recortados para los que llegan desde el horizonte,
pero una vez cerca, a la par, proliferan en disturbios. Se pudren. Tienen
harapos de una obra yuxtapuesta al olvido. Nunca fueron enterrados pero siguen
viviendo el ritual de una muerte. Más acá está la bombilla de un mate que gira
y una tuca. La corteza y su sigla escrita con cuchillo. El asado tiembla sobre
las brasas. Están esperando a sus hermanos y sus hijos que continuamente no
llegan. Una parva desplumada busca el pellejo. A todo esto, ellos escriben y
leen, simultáneamente, y no paran ni de leer ni de escribir.